Estaba haciendo sexto y empezaba
a respirar los vientos del mayo de París.
Tenía quince años y una novia
-daba ese nombre a la que me gustaba-
que iba a las teresianas y ahora tiene
cuatro o cinco herederos (el mayor
amplía en Nueva York no sé qué estudios).
Yo escribía poemas al estilo de otros
-decía el profesor al que imitaba
en la forma de hablar, de arremangarse
las mangas del shetland sobre la camisa
y de despeinarse cuidadosamente-
y estaba más delgado, según creo.
El sexo, -solitario-, producía un inmenso
sentimiento de culpa y de pecado.
Tras una tarde de mayo adolescente
en el piso soleado del profesor de lite
en el barrio de Sants de aquella Barcelona,
con libros apilados en el suelo
y su mujer -francesa- sirviendo Nescafé
al grupito de alumnos aplicados
y mostrando al inclinarse unos pechos
altivos y redondos por el escote en pico del jersey,
compré una apabullante Historia del Teatro Español
que leí sólo a medias. Tocaba la guitarra y me sabía
de memoria los nombres y el equipo
de todos los ciclistas de la Vuelta y el Tour.
En ese año, pues, del que sólo te expongo
algunos esenciales eventos personales,
no podía –obviamente- imaginar
que tú estabas naciendo. Es por eso
que leíste lo que cuento de entonces
como si fuera una lección de prehistoria.
CINE / LA FURIA, DE GEMMA BLASCO
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Hace 1 semana
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